Un Turismo Menos Codicioso


Por Mary de Aquino

La saturación de los destinos turísticos, el impacto de Airbnb y el grito silencioso —y a veces explícito— de los vecinos que ya no soportan la ciudad en la que viven.



Cuando el residente grita, es momento de escuchar. Ya no es raro ver escenas de protesta en ciudades turísticas europeas como Lisboa, Barcelona o Madrid. Las manifestaciones han ido más allá de las pancartas y se han transformado en acciones más contundentes: vecinos que arrojan agua a los turistas, gritan que “se vayan” o precintan las fachadas de los hoteles con cintas adhesivas. Lo que se observa es un agotamiento —urbano, emocional y social.

Detrás de estas escenas hay un turismo que se ha expandido sin control, impulsado por intereses inmobiliarios y plataformas como Airbnb, que han convertido viviendas en activos y barrios en espacios de consumo. Más que explotar económicamente los destinos, esta lógica agota lo más esencial de una ciudad: su gente.



Airbnb y la especulación que expulsó al vecino

Airbnb se ha convertido en el símbolo principal del nuevo modelo de inversión inmobiliaria: el inmueble ya no es para vivir, sino para rentabilizar. Y esto tiene un impacto directo y cruel en las ciudades. Con el auge de los alquileres de corta duración, los precios se han disparado, la oferta para residentes ha disminuido y el perfil de los centros urbanos ha cambiado radicalmente.

En el centro de São Paulo, por ejemplo, edificios enteros funcionan como hoteles informales. Quienes piensan en mudarse se preguntan: ¿tendré vecinos o seré huésped de inversores? El constante ir y venir de desconocidos no solo altera la dinámica social, sino que también pone en riesgo la seguridad, debilita el vínculo con el entorno y destruye el sentimiento de pertenencia.

El vecino se convirtió en espectador —y ya no puede pagar entrada

Este modelo turístico compromete incluso el acceso de los residentes a los propios atractivos de su ciudad. En Río de Janeiro, son frecuentes las campañas que ofrecen descuentos a quienes presentan una factura de luz. Porque, irónicamente, ni siquiera los propios cariocas pueden pagar el precio completo para visitar el Cristo Redentor o el Pan de Azúcar.

En Gramado, el testimonio es aún más revelador: los vecinos evitan comer fuera porque los precios de los restaurantes están pensados únicamente para turistas. La ciudad se ha convertido en escaparate, parque temático —y ya no en un lugar de convivencia. La codicia expulsa en silencio a quienes construyeron ese espacio.

Masificación turística y falta de control

Hoy en día, los destinos compiten por volumen. Miden su éxito por la cantidad de visitantes, pero no se preguntan si existe infraestructura urbana, servicios públicos o capacidad humana para asumir ese flujo. No hay control real de entradas ni salidas. Lo que hay es una política turística basada en la ambición: más huéspedes, más vuelos, más consumo.

El problema es que, en ese proceso, se olvida escuchar a quienes viven allí. Y son estos residentes quienes pagan el precio más alto: aumento del coste de vida, desaparición de espacios comunitarios, saturación de servicios y pérdida de identidad territorial.

Hay que buscar nuevos caminos —y nuevos destinos

El turista, por su parte, también es víctima. Muchos ahorran durante años para hacer un viaje al extranjero y, al llegar, enfrentan hostilidad. Son mal recibidos, ignorados o, en casos extremos, agredidos. Esto no solo afecta emocionalmente, sino que también arruina lo que debería ser una experiencia enriquecedora.

La responsabilidad es compartida. Operadores y plataformas deben fomentar nuevos destinos, crear rutas que desconcentren el flujo turístico y lleven desarrollo a zonas que realmente quieren acoger visitantes. Hay muchas ciudades pequeñas, tanto en América como en Europa, y una enorme cantidad de destinos en África, Asia y Oceanía por descubrir, que cuentan con infraestructura, interés y necesidad de inversión turística —y que desean ser conocidas.

Menos beneficio, más equilibrio

El turismo necesita ser replanteado con menos codicia y más equilibrio. Alquileres accesibles, espacios públicos democráticos y servicios con precios acordes a los ingresos locales son urgentes. Es posible conciliar turismo y residencia, experiencia y respeto, rentabilidad y justicia.

Viajar debe ser un gesto de intercambio, no de invasión. Si el residente está gritando, es porque el límite ya se ha superado. Y antes de embarcarse, quizá la pregunta más importante que deberíamos hacernos sea:
¿Esta ciudad realmente quiere recibirme?

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